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sábado, 9 de octubre de 2010

Mensaje a la Tricontinental

Ernesto Guevara

Crear dos, tres...
muchos Viet-Nam, es la consigna

Es la hora de los hornos
y no se ha de ver más que la luz

José Martí

Ya se han cumplido veintiún años desde el fin de la última conflagración mundial y diversas publicaciones, en infinidad de lenguas, celebran el acontecimiento simbolizado en la derrota del Japón. Hay un clima de aparente optimismo en muchos sectores de los dispares campos en que el mundo se divide.
Veintiún años sin guerra mundial, en estos tiempos de confrontaciones máximas, de choques violentos y cambios repentinos, parecen una cifra muy alta. Pero, sin analizar los resultados prácticos de esa paz por la que todos nos manifestamos dispuestos a luchar (la miseria, la degradación, la explotación cada vez mayor de enormes sectores del mundo) cabe preguntarse si ella es real.
No es la intención de estas notas historiar los diversos conflictos de carácter local que se han sucedido desde la rendición del Japón, no es tampoco nuestra tarea hacer el recuento, numeroso y creciente, de luchas civiles ocurridas durante estos años de pretendida paz. Bástenos poner como ejemplos contra el desmedido optimismo las guerras de Corea y Viet-Nam.
En la primera, tras años de lucha feroz, la parte norte del país quedó sumida en la más terrible devastación que figure en los anales de la guerra moderna; acribillada a bombas; sin fábricas, escuelas u hospitales; sin ningún tipo de habitación para albergar a diez millones de habitantes.
En esta guerra intervinieron, bajo la fementida bandera de las Naciones Unidas, decenas de países conducidos militarmente por los Estados Unidos, con la participación masiva de soldados de esa nacionalidad y el uso, como carne de cañón, de la población sudcoreana enrolada.
En el otro bando, el ejército y el pueblo de Corea y los voluntarios de la República Popular China contaron con el abastecimiento y asesoría del aparato militar soviético. Por parte de los norteamericanos se hicieron toda clase de pruebas de armas de destrucción, excluyendo las termonucleares pero incluyendo las bacteriológicas y químicas, en escala limitada. En Viet-Nam se han sucedido acciones bélicas, sostenidas por las fuerzas patrióticas de ese país casi ininterrumpidamente contra tres potencias imperialistas: Japón, cuyo poderío sufriera una caída vertical a partir de las bombas de Hiroshima y Nagasaki; Francia, que recupera en aquel país vencido sus colonias indochinas e ignoraba las promesas hechas en momentos difíciles; y los Estados Unidos, en esta última fase de la contienda.
Hubieron confrontaciones limitadas en todos los continentes, aún cuando en el americano, durante mucho tiempo, sólo se produjeron conatos de lucha de liberación y cuartelazos, hasta que la revolución cubana diera su clarinada de alerta sobre la importancia de esta región y atrajera las iras imperialistas, obligándola a la defensa de sus costas en Playa Girón, primero, y durante la Crisis de Octubre, después.
Este último incidente pudo haber provocado una guerra de incalculables proporciones, al producirse, en torno a Cuba, el choque de norteamericanos y soviéticos.
Pero, evidentemente, el foco de las contradicciones, en este momento, está radicado en los territorios de la península indochina y los países aledaños. Laos y Viet-Nam son sacudidos por guerras civiles, que dejan de ser tales al hacerse presente, con todo su poderío, el imperialismo norteamericano, y toda la zona se convierte en una peligrosa espoleta presta a detonar.
En Viet-Nam la confrontación ha adquirido características de una agudeza extrema. [95] Tampoco es nuestra intención historiar esta guerra. Simplemente, señalaremos algunos hitos de recuerdo.
En 1954, tras la derrota aniquilante de Dien-Bien-Phu, se firmaron los acuerdos de Ginebra, que dividía al país en dos zonas y estipulaba la realización de elecciones en un plazo de 18 meses para determinar quiénes debían gobernar a Viet-Nam y cómo se reunificaría el país. Los norteamericanos no firmaron dicho documento, comenzando las maniobras para sustituir al emperador Bao-Dai, títere francés, por un hombre adecuado a sus intenciones. Este resultó ser Ngo-Din-Diem, cuyo trágico fin –el de la naranja exprimida por el imperialismo– es conocido de todos.
En los meses posteriores a la firma del acuerdo, reinó el optimismo en el campo de las fuerzas populares. Se desmantelaron reductos de lucha antifrancesa en el sur del país y se esperó el cumplimiento de lo pactado. Pero pronto comprendieron los patriotas que no habría elecciones a menos que los Estados Unidos se sintieran capaces de imponer su voluntad en las urnas, cosa que no podría ocurrir, aún utilizando todos los métodos de fraude de ellos conocidos.
Nuevamente se iniciaron las luchas en el sur del país y fueron adquiriendo mayor intensidad hasta llegar al momento actual, en que el ejército norteamericano se compone de casi medio millón de invasores, mientras las fuerzas títeres disminuyen su número, y sobre todo, han perdido totalmente la combatividad.
Hace cerca de dos años que los norteamericanos comenzaron el bombardeo sistemático de la República Democrática de Viet-Nam en un intento más de frenar la combatividad del sur y obligar a una conferencia desde posiciones de fuerza. Al principio, los bombardeos fueron más o menos aislados y se revestían de la máscara de represalias por supuestas provocaciones del Norte. Después aumentaron en intensidad y método, hasta convertirse en una gigantesca batida llevada a cabo por las unidades aéreas de los Estados Unidos, día a día, con el propósito de destruir todo vestigio de civilización en la zona norte del país. Es un episodio de la tristemente célebre escalada.
Las aspiraciones materiales del mundo yanqui se han cumplido en buena parte a pesar de la denodada defensa de las unidades antiaéreas vietnamitas, de los más de 1700 aviones derribados y de la ayuda del campo socialista en material de guerra.
Hay una penosa realidad: Viet-Nam, esa nación que representa las aspiraciones, las esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente solo. Ese pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana, casi a mansalva en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte, pero siempre solo.
La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de Viet-Nam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores del circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o la victoria.
Cuando analizamos la soledad vietnamita nos asalta la angustia de este momento ilógico de la humanidad.
El imperialismo norteamericano es culpable de agresión; sus crímenes son inmensos y repartidos por todo el orbe. ¡Ya lo sabemos, señores! Pero también son culpables los que en el momento de definición vacilaron en hacer de Viet-Nam parte inviolable del territorio socialista, corriendo, sí, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero también obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son culpables los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas comenzada hace ya buen tiempo por los representantes de las dos más grandes potencias del campo socialista.
Preguntemos, para lograr una respuesta honrada: ¿Está o no aislado el Viet-Nam, haciendo equilibrios peligrosos entre las dos potencias en pugna?
Y, ¡qué grandeza la de ese pueblo! ¡Qué estoicismo y valor, el de ese pueblo! Y qué lección para el mundo entraña esa lucha.
Hasta dentro de mucho tiempo no sabremos si el presidente Johnson pensaba en serio iniciar algunas de las reformas necesarias a un pueblo –para limar aristas de las contradicciones de clase que asoman con fuerza explosiva y cada vez más frecuentemente–. Lo cierto es que las mejoras anunciadas bajo el pomposo título de lucha por la gran sociedad han caído en el sumidero de Viet-Nam.
El más grande de los poderes imperialistas siente en sus entrañas el desangramiento provocado por un país pobre y atrasado y su fabulosa economía se resiente del esfuerzo de guerra. Matar deja de ser el más cómodo negocio de los monopolios. Armas de contención, [96] y no en número suficiente, es todo lo que tienen estos soldados maravillosos, además del amor de su patria, a su sociedad y un valor a toda prueba. Pero el imperialismo se empantana en Viet-Nam, no halla camino de salida y busca desesperadamente alguno que le permita sortear con dignidad este peligroso trance en que se ve. Mas los «cuatro puntos» del Norte y «los cinco» del Sur lo atenazan, haciendo aún más decidida la confrontación.
Todo parece indicar que la paz, esa paz precaria a la que se ha dado tal nombre, sólo porque no se ha producido ninguna conflagración de carácter mundial, está otra vez en peligro de romperse ante cualquier paso irreversible, e inaceptable, dado por los norteamericanos.
Y, a nosotros, explotados del mundo, ¿cuál es el papel que nos corresponde? Los pueblos de tres continentes observan y aprenden su lección en Viet-Nam. Ya que, con la amenaza de guerra, los imperialistas ejercen su chantaje sobre la humanidad, no temer la guerra, es la respuesta justa. Atacar dura e ininterrumpidamente en cada punto de confrontación, debe ser la táctica general de los pueblos.
Pero, en los lugares en que esta mísera paz que sufrimos no ha sido rota, ¿cuál será nuestra tarea? Liberarnos a cualquier precio.
El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La tarea de la liberación espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados para sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles que no pueden ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esta ruta. Allí las contradicciones alcanzarán en los próximos años carácter explosivo, pero sus problemas y, por ende, la solución de los mismos son diferentes a la de nuestros pueblos dependientes y atrasados económicamente.
El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres continentes atrasados, América, Asia y Africa. Cada país tiene características propias, pero los continentes, en su conjunto, también las presentan.
América constituye un conjunto más o menos homogéneo y en la casi totalidad de su territorio los capitales monopolistas norteamericanos mantienen una primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el mejor de los casos, débiles y medrosos, no pueden oponerse a las órdenes del amo yanqui. Los norteamericanos han llegado casi al máximo de su dominación política y económica, poco más podrían avanzar ya; cualquier cambio de la situación podría convertirse en un retroceso en su primacía. Su política es mantener lo conquistado. La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal de la fuerza para impedir movimientos de liberación, de cualquier tipo que sean.
Bajo el eslogan, «no permitiremos otra Cuba», se encubre la posibilidad de agresiones a mansalva, como la perpetrada contra Santo Domingo, o anteriormente, la masacre de Panamá, y la clara advertencia de que las tropas yanquis están dispuestas a intervenir en cualquier lugar de América donde el orden establecido sea alterado, poniendo en peligro sus intereses. Esa política cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una máscara cómoda, por desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia rayana en el ridículo o en lo trágico; los ejércitos de todos los países de América están listos a intervenir para aplastar a sus pueblos. Se ha formado, de hecho, la internacional del crimen y la traición.
Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo –si alguna vez la tuvieron– y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer: o revolución socialista o caricatura de revolución.
Asia es un continente de características diferentes. Las luchas de liberación contra una serie de poderes coloniales europeos, dieron por resultado el establecimiento de gobiernos más o menos progresistas, cuya evolución posterior ha sido, en algunos casos, de profundización de los objetivos primarios de la liberación nacional y en otros de reversión hacia posiciones pro-imperialistas.
Desde el punto de vista económico, Estados Unidos tenía poco que perder y mucho que ganar en Asia. Los cambios le favorecen; se lucha por desplazar a otros poderes neocoloniales, penetrar nuevas esferas de acción en el campo económico, a veces directamente, otras utilizando al Japón.
Pero existen condiciones políticas especiales, sobre todo en la península indochina, que le dan características de capital importancia al Asia y juegan un papel importante en la estrategia militar global del imperialismo norteamericano. Este ejerce un cerco a China a través de Corea del Sur, Japón, Taiwan, Viet-Nam del Sur y Tailandia, por lo menos. [97]
Esa doble situación; un interés estratégico tan importante como el cerco militar a la República Popular China y la ambición de sus capitales por penetrar esos grandes mercados que todavía no dominan, hacen que el Asia sea uno de los lugares más explosivos del mundo actual, a pesar de la aparente estabilidad fuera del área vietnamita.
Perteneciendo geográficamente a este continente, pero con sus propias contradicciones, el Oriente Medio está en plena ebullición, sin que se pueda preveer hasta donde llegará esa guerra fría entre Israel, respaldada por los imperialistas, y los países progresistas de la zona. Es otro de los volcanes amenazadores del mundo.
El Africa, ofrece las características de ser un campo casi virgen para la invasión neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna medida, obligaron a los poderes neocoloniales a ceder sus antiguas prerrogativas de carácter absoluto. Pero, cuando los procesos se llevan a cabo ininterrumpidamente, al colonialismo sucede, sin violencia, un neocolonialismo de iguales efectos en cuanto a la dominación económica se refiere.
Estados Unidos no tenía colonias en esta región y ahora lucha por penetrar en los antiguos cotos cerrados de sus socios. Se puede asegurar que Africa constituye, en los planes estratégicos del imperialismo norteamericano, su reservorio a largo plazo; sus inversiones actuales sólo tienen importancia en la Unión Sudafricana y comienza su penetración en el Congo, Nigeria y otros países, donde se inicia una violenta competencia (con carácter pacífico hasta ahora) con otros poderes imperialistas.
No tiene todavía grandes intereses que defender salvo su pretendido derecho a intervenir en cada lugar del globo en que sus monopolios olfateen buenas ganancias o la existencia de grandes reservas de materias primas.
Todos estos antecedentes hacen lícito el planteamiento interrogante sobre las posibilidades de liberación de los pueblos a corto o mediano plazo.
Si analizamos el Africa veremos que se lucha con alguna intensidad en las colonias portuguesas de Guinea, Mozambique y Angola, con particular éxito en la primera y con éxito variable en las dos restantes. Que todavía se asiste a la lucha entre los sucesores de Lumumba y los viejos cómplices de Tshombe en el Congo, lucha que, en el momento actual, parece inclinarse a favor de los últimos, los que han «pacificado» en su propio provecho una gran parte del país, aunque la guerra se mantenga latente.
En Rhodesia el problema es diferente: el imperialismo británico utilizó todos los mecanismos a su alcance para entregar el poder a la minoría blanca que lo detenta actualmente. El conflicto, desde el punto de vista de Inglaterra, es absolutamente artificial, sólo que esta potencia, con su habitual habilidad diplomática –también llamada hipocresía en buen romance– presenta una fachada de disgustos ante las medidas tomadas por el gobierno de Ian Smith, y es apoyada en su taimada actitud por algunos de los países del Commonwealth que la siguen, y atacada por una buena parte de los países del Africa Negra, sean o no dóciles vasallos económicos del imperialismo inglés.
En Rhodesia la situación puede tornarse sumamente explosiva si cristalizan los esfuerzos de los patriotas negros para alzarse en armas y este movimiento fuera apoyado efectivamente por las naciones africanas vecinas. Pero por ahora todos los problemas se ventilan en organismos tan inocuos como la ONU, el Commonwealth o la OUA.
Sin embargo, la evolución política y social del Africa no hace prever una situación revolucionaria continental. Las luchas de liberación contra los portugueses deben terminar victoriosamente, pero Portugal no significa nada en la nómina imperialista. Las confrontaciones de importancia revolucionaria son las que ponen en jaque a todo el aparato imperialista, aunque no por eso dejemos de luchar por la liberación de las tres colonias portuguesas y por la profundización de sus revoluciones.
Cuando las masas negras de Sud Africa o Rhodesia inicien su auténtica lucha revolucionaria, se habrá iniciado una nueva época en el Africa. O, cuando las masas empobrecidas de un país se lancen a rescatar su derecho a una vida digna, de las manos de las oligarquías gobernantes.
Hasta ahora se suceden los golpes cuartelarios en que un grupo de oficiales reemplaza a otro o a un gobernante que ya no sirva sus intereses de casta y a los de la potencias que los manejan solapadamente pero no hay convulsiones populares. En el Congo se dieron fugazmente estas características impulsadas por el recuerdo [98] de Lumumba, pero han ido perdiendo fuerzas en los últimos meses.
En Asia, como vimos, la situación es explosiva, y no son sólo Viet-Nam y Laos, donde se lucha, los puntos de fricción. También lo es Cambodia, donde en cualquier momento puede iniciarse la agresión directa norteamericana, Tailandia, Malasia y, por supuesto, Indonesia, donde no podemos pensar que se haya dicho la última palabra pese al aniquilamiento del Partido Comunista de ese país, al ocupar el poder los reaccionarios. Y, por supuesto, el Oriente Medio.
En América Latina se lucha con las armas en la mano en Guatemala, Colombia, Venezuela y Bolivia y despuntan ya los primeros brotes en Brasil. Hay otros focos de resistencia que aparecen y se extinguen. Pero casi todos los países de este continente están maduros para una lucha de tipo tal, que para resultar triunfante, no puede conformarse con menos que la instauración de un gobierno de corte socialista.
En este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso excepcional del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden entenderse, dada la similitud entre ambos idiomas. Hay una identidad tan grande entre las clases de estos países que logran una identificación de tipo «internacional americano», mucho más completa que en otros continentes. Lengua, costumbres, religión, amo común, los unen. El grado y las formas de explotación son similares en sus efectos para explotadores y explotados de una buena parte de los países de nuestra América. Y la rebelión está madurando aceleradamente en ella.
Podemos preguntarnos: esta rebelión, ¿cómo fructificará?; ¿de qué tipo será? Hemos sostenido desde hace tiempo que, dadas sus características similares, la lucha en América adquirirá, en su momento, dimensiones continentales. Será escenario de muchas grandes batallas dadas por la humanidad para su liberación.
En el marco de esa lucha de alcance continental, las que actualmente se sostienen en forma activa son sólo episodios, pero ya han dado los mártires que figurarán en la historia americana como entregando su cuota de sangre necesaria en esta última etapa de la lucha por la libertad plena del hombre. Allí figurarán los nombres del Comandante Turcios Lima, del cura Camilo Torres, del Comandante Fabricio Ojeda, de los Comandantes Lobatón y Luis de la Puente Uceda, figuras principalísimas en los movimientos revolucionarios de Guatemala, Colombia, Venezuela y Perú.
Pero la movilización activa del pueblo crea sus nuevos dirigentes; César Montes y Yon Sosa levantan la bandera en Guatemala, Fabio Vázquez y Marulanda lo hacen en Colombia, Douglas Bravo en el occidente del país y Américo Martín en El Bachiller, dirigen sus respectivos frentes en Venezuela.
Nuevos brotes de guerra surgirán en estos y otros países americanos, como ya ha ocurrido en Bolivia, e irán creciendo, con todas las vicisitudes que entraña este peligroso oficio de revolucionario moderno. Muchos morirán víctimas de sus errores, otros caerán en el duro combate que se avecina; nuevos luchadores y nuevos dirigentes surgirán al calor de la lucha revolucionaria. El pueblo irá formando sus combatientes y sus conductores en el marco selectivo de la guerra misma, y los agentes yanquis de represión aumentarán. Hoy hay asesores en todos los países donde la lucha armada se mantiene y el ejército peruano realizó, al parecer, una exitosa batida contra los revolucionarios de ese país, también asesorado y entrenado por los yanquis. Pero si los focos de guerra se llevan con suficiente destreza política y militar, se harán prácticamente imbatibles y exigirán nuevos envíos de los yanquis. En el propio Perú, con tenacidad y firmeza, nuevas figuras aún no completamente conocidas, reorganizan la lucha guerrillera. Poco a poco, las armas absolutas que bastan para la represión de las pequeñas bandas armadas, irán convirtiéndose en armas modernas y los grupos de asesores en combatientes norteamericanos, hasta que, en un momento dado, se vean obligados a enviar cantidades crecientes de tropas regulares para asegurar la relativa estabilidad de un poder cuyo ejército nacional títere se desintegra ante los combates de las guerrillas. Es el camino de Viet-Nam; es el camino que deben seguir los pueblos; es el camino que seguirá América, con la característica especial de que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas de Coordinación para hacer más difícil la tarea represiva del imperialismo yanqui y facilitar la propia causa.
América, continente olvidado por las últimas luchas políticas de liberación, que empieza a hacerse sentir a través de la Tricontinental en la voz de la vanguardia de sus pueblos, que es [99] la Revolución Cubana, tendrá una tarea de mucho mayor relieve: la de la creación del Segundo o Tercer Viet-nam del mundo.
En definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema mundial, última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran confrontación mundial. La finalidad estratégica de esa lucha debe ser la destrucción del imperialismo. La participación que nos toca a nosotros, los explotados y atrasados del mundo, es la de eliminar las bases de sustentación del imperialismo: nuestros pueblos oprimidos, de donde extraen capitales, materias primas, técnicos y obreros baratos y a donde exportan nuevos capitales –instrumentos de dominación–, armas y toda clase de artículos, sumiéndonos en una dependencia absoluta.
El elemento fundamental de esa finalidad estratégica será, entonces, la liberación real de los pueblos; liberación que se producirá; a través de lucha armada, en la mayoría de los casos, y que tendrá, en América, casi indefectiblemente, la propiedad de convertirse en una Revolución Socialista.
Al enfocar la destrucción del imperialismo, hay que identificar a su cabeza, la que no es otra que los Estados Unidos de Norteamérica.
Debemos realizar una tarea de tipo general que tenga como finalidad táctica sacar al enemigo de su ambiente obligándolo a luchar en lugares donde sus hábitos de vida choquen con la realidad imperante. No se debe despreciar al adversario: el soldado norteamericano tiene capacidad técnica y está respaldado por medios de tal magnitud que lo hacen temible. Le falta esencialmente la motivación ideológica que tienen en grado sumo sus más enconados rivales de hoy: los soldados vietnamitas. Solamente podremos triunfar ese ejército en la medida en que logremos minar su moral. Y ésta se mina infligiéndole derrotas y ocasionándole sufrimientos repetidos.
Pero este pequeño esquema de victorias encierra dentro de sí sacrificios inmensos de los pueblos, sacrificios que deben exigirse desde hoy, a la luz del día y que quizá sean menos dolorosos que los que debieron soportar si rehuyéramos constantemente el combate, para tratar de que otros sean los que nos saquen las castañas del fuego.
Claro que, el último país en liberarse, muy probablemente lo hará sin lucha armada, y los sufrimientos de una guerra larga y tan cruel como la que hacen los imperialistas, se le ahorrará a ese pueblo. Pero tal vez sea imposible eludir esa lucha o sus efectos, en una contienda de carácter mundial y se sufra igual o más aún. No podemos predecir el futuros pero jamás debemos ceder a la tentación claudicante de ser los abanderados de un pueblo que anhela su libertad, pero reniega de la lucha que ésta conlleva y la espera como un mendrugo de victoria.
Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene la América dependiente de liberarse en forma pacífica. Para nosotros está clara la solución de esta interrogante; podrá ser o no el momento actual el indicado para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello, de lograr la libertad sin combatir. Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta, donde su frente estará en los refugios guerrilleros, en las ciudades, en las casas de los combatientes –donde la represión irá buscando víctimas fáciles entre sus familiares– en la población campesina masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el bombardeo enemigo.
Nos empujan a esa lucha; no hay más remedio que prepararla y decidirse a emprenderla.
Los comienzos no serán fáciles: serán sumamente difíciles. Toda la capacidad de represión, toda la capacidad de brutalidad y demagogia de las oligarquías se pondrá al servicio de su causa. Nuestra misión, en la primera hora, es sobrevivir, después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla realizando la propaganda armada en la acepción vietnamita de la frase, vale decir, la propaganda de los tiros, de los combates que se ganan o se pierden, pero se dan, contra los enemigos. La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas de los desposeídos. La galvanización del espíritu nacional, la preparación para tareas más duras, para resistir represiones mas violentas. El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, [100] selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo. Se hará más bestial todavía, pero se notarán los signos del decaimiento que asoma.
Y que se desarrolle un verdadero internacionalismo proletario; con ejércitos proletarios internacionales, donde la bandera bajo la que se luche sea la causa sagrada de la redención de la humanidad, de tal modo que morir bajo las enseñas de Viet-Nam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos, de Guinea, de Colombia, de Bolivia, de Brasil, para citar sólo los escenarios actuales de la lucha armada, sea igualmente gloriosa y apetecible para un americano, un asiático, un africano y, aún, un europeo.
Cada gota de sangre derramada en un territorio bajo cuya bandera no se ha nacido, es experiencia que recoge quien sobrevive para aplicarla luego en la lucha por la liberación de su lugar de origen. Y cada pueblo que se libere, es una fase de la batalla por la liberación del propio pueblo que se ha ganado.
Es la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo todo al servicio de la lucha.
Que agitan grandes controversias al mundo que lucha por la libertad, lo sabemos todos y no lo podemos esconder. Que han adquirido un carácter y una agudeza tales que luce sumamente difícil, si no imposible, el diálogo y la conciliación también lo sabemos. Buscar métodos para iniciar un diálogo que los contendientes rehuyen es una tarea inútil. Pero el enemigo está allí, golpea todos los días y amenaza con nuevos golpes y esos golpes nos unirán, hoy, mañana o pasado. Quienes antes lo capten y se preparen a esa unión necesaria tendrán el reconocimiento de los pueblos.
Dadas las virulencias e intransigencias con que se defiende cada causa, nosotros, los desposeídos, no podemos tomar partido por una u otra forma de manifestar las discrepancias, aún cuando coincidamos a veces con algunos planteamientos de una u otra parte, o en mayor medida con los de una parte que con los de la otra. En el momento de la lucha, la forma en que se hacen visibles las actuales diferencias constituyen una debilidad: pero en el estado en que se encuentran, querer arreglarlas mediante palabras es una ilusión. La historia las irá borrando o dándoles su verdadera explicación.
En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica, método de acción para la consecución de objetivos limitados, debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto al gran objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo por medio de la lucha, debemos ser intransigentes.
Sinteticemos así nuestras aspiraciones de victoria: destrucción del imperialismo mediante la eliminación de su baluarte más fuerte: el dominio imperialista de los Estados Unidos de Norteamérica. Tomar como función táctica la liberación gradual de los pueblos, uno a uno o por grupos, llevando al enemigo a una lucha difícil fuera de su terreno: liquidándole sus bases de sustentación, que son sus territorios dependientes.
Eso significa una guerra larga. Y, lo repetimos una vez más, una guerra cruel. Que nadie se engañe cuando la vaya a iniciar y que nadie vacile en iniciarla por temor a los resultados que pueda traer para su pueblo. Es casi la única esperanza de victoria.
No podemos eludir el llamado de la hora. Nos lo enseña Viet-Nam con su permanente lección de heroísmo, su trágica y cotidiana lección de lucha y de muerte para lograr la victoria final.
Allí, los soldados del imperialismo encuentran la incomodidad de quien, acostumbrado al nivel de vida que ostenta la nación norteamericana, tiene que enfrentarse con la tierra hostil; la inseguridad de quien no puede moverse sin sentir que pisa territorio enemigo; la muerte a los que avanzan mas allá de sus reductos fortificados; la hostilidad permanente de toda la población. Todo eso va provocando la repercusión interior en los Estados Unidos; va haciendo surgir un factor atenuado por el imperialismo en pleno vigor, la lucha de clases aún dentro de su propio territorio.
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Viet-Nam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos [101] al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!
Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún mas efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y qué cercano!
Si a nosotros, los que en un pequeño punto del mapa del mundo cumplimos el deber que preconizamos y ponemos a disposición de la lucha este poco que nos es permitido dar: nuestras vidas, nuestro sacrificio, nos toca alguno de estos días lanzar el último suspiro sobre cualquier tierra, ya nuestra, regada con nuestra sangre, sépase que hemos medido el alcance de nuestros actos y que no nos consideramos nada más que elementos en el gran ejército del proletariado, pero nos sentimos orgullosos de haber aprendido de la Revolución Cubana y de su gran dirigente máximo la gran lección que emana de su actitud en esta parte del mundo: «qué importan los peligros o los sacrificios de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad.»
Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.

CHE

[Publicado el 16 de abril de 1967 en un Suplemento Especial de la revista Tricontinental,
mientras Ernesto Che Guevara estaba ya (en secreto) en Bolivia, organizando la guerrilla. PFE.]

miércoles, 6 de octubre de 2010

El imperio, más imperialista que nunca

por Atilio Borón

El objeto de esta breve nota es analizar la situación del imperialismo contemporáneo. Se trata de un fenómeno que tenemos que examinar y seguir muy de cerca, muy cuidadosamente, para contrarrestar los discursos confusionistas con los cuales se bombardea permanentemente a nuestros pueblos para fomentar el conformismo y la resignación. Uno de esos discursos es el de la globalización, concebida como la interdependencia económica de todas las naciones, sin relaciones asimétricas entre ellas; otro argumento, igualmente pernicioso, se encuentra en las tesis de algunos autores como Michael Hardt y Antonio Negri que, a nuestro entender, pertenecían hace muchos años a la izquierda europea (sobre todo Negri) pero que luego fueron víctimas de una impresionante confusión teórica al punto tal que su libro, Imperio, llega a sostener como tesis central que la edad del imperialismo ha concluido: hay imperio, pero ya no hay más imperialismo. Imperio sin imperialismo parece ser un inocente juego de palabras. Sin embargo es mucho más que eso porque el efecto político de ese argumento es la desmoralización, la desmovilización y el desarme ideológico de los pueblos ante una teorización que proyecta la imagen de un imperio convertido en una mera entelequia, en una vaporosa abstracción que, por eso mismo, aparece como inexpugnable e imbatible. El único camino que quedaría abierto ante la omnipotencia del imperio es el de la lúcida adaptación, con la esperanza de que las multitudes nómadas puedan encontrar en sus entresijos la falla geológica que, algún día, provoque el estallido del sistema.
Curiosamente estos autores salen con esta tesis en momentos en que el imperialismo está más vivo que nunca, y es más agresivo y violento que nunca. No por casualidad la publicación de su libro gozó de una extraordinaria repercusión en la prensa burguesa de todo el mundo. Y en cuanto a la renovada agresividad del imperio “realmente existente” sólo basta con detenerse un momento a pensar lo que significa la reactivación de la Cuarta Flota, las siete bases militares en Colombia, el desembozado apoyo al golpe militar en Honduras y su fraudulenta “legalización” a partir de la convalidación de las ilegítimas elecciones presidenciales del 29 de Noviembre, las amenazas de Hillary Clinton contra Venezuela y Bolivia por su acercamiento a Irán, amén de la carnicería practicada (ante el estruendoso silencio de Washington) por Israel en la franja de Gaza, el martirio interminable de Irak y la redoblada presencia militar norteamericana en Afganistán.
Cabría preguntarse por las razones que impulsan a muchos autores a olvidarse de la existencia del imperialismo. Sin ánimo de profundizar ahora en un tema harto complicado podría decirse que dicha actitud refleja la crisis ideológica en que se debate la izquierda. Una izquierda que, sobre todo en el Norte, ha claudicado y renunciado a la lucha por la construcción de una buena sociedad. Por supuesto, muchos también hicieron lo mismo en América Latina, pero la resonancia de los “conversos” y “renegados” del Norte es mucho mayor de la que disfrutan sus homólogos de esta parte del mundo. Hay gente que viene de un pasado de izquierda y que ahora dice que ya no hay más izquierda y derecha; según ellos ahora sólo habría “realistas” y “dogmáticos.” Obviamente, para quienes sostienen tesis como éstas el imperialismo es un molesto recuerdo del pasado que en la actualidad carece por completo de importancia.
Sin embargo, no serán las confusiones teóricas o la imaginación discursiva las que acabarán con el imperialismo. Se trata de un rasgo esencial del -e inherente al- capitalismo contemporáneo y si algo ocurrió con la globalización neoliberal es que la presencia del imperialismo se tornó más opresiva y omnipresente que antes. En los años noventas aquél había desaparecido de la escena, no sólo como teoría explicativa de la economía mundial sino también como componente del discurso político. El término simplemente había sido enviado al ostracismo por los académicos, los comunicadores sociales, los políticos y los gobernantes. Recién se comenzó a hablar nuevamente de imperialismo a comienzo del siglo actual, sobre todo luego de la fulgurante aparición del ya mencionado libro de Hardt y Negri.
La molesta y desagradable supervivencia del imperialismo, inmune a las modas intelectuales y linguísticas, hizo que en los ochentas y los noventas aquél se ocultara tras un nuevo nombre: “globalización.” Ahora bien: ¿qué es la globalización si no la fase superior del imperialismo? La globalización no es el fin del imperialismo sino un nuevo salto cualitativo del mismo, al cual nos referiremos a continuación. Representa un cambio del imperialismo clásico hacia otro de nuevo tipo, basado en las actuales condiciones bajo las cuales se desenvuelve el modo de producción capitalista. La palabra “imperialismo” había desaparecido, pero los hechos son porfiados y tenaces, y a la larga este vocablo renació desde sus cenizas. La razón es muy simple: casi todo el mundo está sometido a los rigores de una estructura imperialista, y los Estados Unidos desempeñan un papel esencial en el sostenimiento de esa estructura, sobre todo en América Latina. Nos guste o no nos guste, lo nombremos o no, el animal existe. Y por eso, como la cosa estaba y no se había ido la palabra no tuvo más remedio que reaparecer.
Uno podría decir: “bien, pero, ¿por qué desapareció?” Desapareció, primero, como producto de cambios muy importantes que tuvieron lugar en la escena internacional. Desapareció porque en los años ochentas y noventas el avance del neoliberalismo fue arrollador. Esto queda muy claro en 1989, cuando se derrumba el Muro de Berlín, y un par de años después desaparece la Unión Soviética. Es decir, lo que había sido el gran eje de confrontación económica, política, ideológica, militar, a lo largo de gran parte del siglo XX, se esfumó sin dejar rastros. A partir de ahí, se llegó a la conclusión de que una vez borrada del mapa la Unión Soviética, el imperialismo (que era, según la equivocada opinión de algunos autores, un fenómeno eminentemente militar) no tiene más razón de ser. Los hechos mostraron que sí tenía razón de ser, y que tal como correctamente lo había señalado V. I. Lenin las raíces del fenómeno imperialista son económicas, aunque se manifiesten el terreno político, en el militar y también en el terreno de las ideas, donde el éxito de la prédica neoliberal promovida por el imperialismo y sus aliados ha sido extraordinario. Téngase presente, como una nota adicional, que en el plano de las ideas el papel de los medios de comunicación es esencial, y estos se encuentran concentrados en manos de los grandes monopolios en una proporción aún mayor que la que encontramos, por ejemplo, en la banca internacional.
Decíamos más arriba que una serie de cambios en el proceso de acumulación capitalista pusieron en cuestión algunos preceptos de la teorización clásica del imperialismo. En primer lugar, porque según aquéllas el imperialismo reflejaba la crisis de las economías metropolitanas, que por eso mismo debían salir agresivamente a buscar mercados externos. Pero el período posterior a la Segunda Guerra Mundial mostró una tremenda expansión imperialista en el contexto de un auge económico sin precedentes en la historia del modo de producción capitalista: el célebre “cuarto de siglo de oro” del período 1948-1973, todo lo cual sumía en la perplejidad a los adeptos a la teoría convencional. Segundo, las teorías clásicas pronosticaban que como resultado de la competencia inter-burguesa las guerras entre las potencias capitalistas serían inevitables. Nada de eso volvió a ocurrir luego de 1945. Hubo guerras, por supuesto, pero estas han sido del capital contra los pueblos de la periferia del sistema. Tercero, las teorías clásicas decían que para la reproducción del imperialismo se requería la presencia de vastas regiones “agrarias”, o “pre-capitalistas”, que proporcionaban el espacio para la expansión económica que ya no se podía encontrar en las metrópolis. Fue Rosa Luxemburg quien insistió sobre este asunto. Sin embargo, una vez que esos espacios de la periferia fueron incorporado a las relaciones capitalistas el imperialismo siguió avanzando más allá de los límites impuestos por la geografía mediante la mercantilización de sectores de la vida económica y social antaño preservados al margen de la dinámica predatoria de los mercados, como los servicios públicos, las jubilaciones, la salud, la educación y otros por el estilo.
La respuesta de algunos autores ante los desafíos que planteaban estos cambios fue el abandono de la noción de imperialismo. De ahí el auge de las teorías de la globalización, de la teoría de la inter-dependencia y, posteriormente, del imperio, entendido como lo hacen Hardt y Negri como “un régimen de soberanía global.” Y en ese régimen, en el cual no hay centro ni periferia, no hay posibilidad alguna de relaciones imperialistas. El imperialismo fue, para estos autores, una expresión de la dominación nacional, pero ahora los estados-nación están en vías de desaparición. Su soberanía se ha desplazado hacia grandes organizaciones supra-nacionales, como el Banco Mundial; la OECD; el FMI, las grandes empresas transnacionales, etcétera. En su ofuscamiento Hardt y Negri no alcanzan a visualizar que todas estas supuestas organizaciones globales reflejan la asimetría “inter-nacional” de los mercados mundiales, en donde un puñado de naciones (bajo la supremacía de Estados Unidos) dominan aquellas organizaciones mientras que el resto está sometido a su abrumadora influencia. Tampoco ven que las así llamadas empresas transnacionales lo son sólo por el alcance de sus operaciones, pero que su base nacional existe en todos los casos y casi invariablemente se encuentra situada en los países desarrollados. En otras palabras, seguimos estando en un mundo de estados nacionales.
El imperio tiene un centro, irreemplazable, que es Estados Unidos. Sin su estratégico papel, el imperialismo se derrumbaría como un castillo de naipes. Hagamos un simple ejercicio mental y eliminemos a los Estados Unidos del tablero mundial: ¿de qué manera se sostiene una situación como la de Medio Oriente, o el predominio militar de Israel?, ¿quién garantiza, en última instancia, el sometimiento y la expropiación del pueblo palestino?, ¿quién es el gran promotor de todas las políticas neoliberales en el Tercer Mundo, a través de la diplomacia y del manejo sin contrapesos de instituciones como el FMI, el BM o la OMC? ¿Quién domina a su antojo el Consejo de Seguridad de la ONU, provocando la crisis de la organización? Sin el rol decisivo de Estados Unidos no hay respuesta posible. El mundo de hoy, el sistema imperialista signado por el predominio del gran capital financiero es impensable al margen de un estado-nación muy poderoso, que dispone de la mitad del gasto militar del planeta y que impone esas políticas a veces “por las buenas”, haciendo uso de su fabuloso arsenal mediático; pero, si por las buenas no convence, lo impone por la fuerza de las armas. Tanto el soft power como el hard power están en manos de los Estados Unidos. ¿Quién podría reemplazarlo: Alemania, Francia, Japón, China, Rusia?
Ahora bien, cabría preguntarse: ¿cómo es que las políticas del imperio se imponen en nuestros países, considerando que ya no existen las antiguas dictaduras de seguridad nacional y que aún la derecha se maneja dentro de los cauces institucionales, con presidentes propios en países como Colombia, México, Perú, Panamá y ahora Honduras?
La pregunta es muy pertinente, porque la operación del imperialismo pasa necesariamente por las estructuras nacionales de mediación. Nada más erróneo que suponer al imperialismo como un “factor externo”, que opera con independencia de las estructuras de poder de los países de la periferia. Lo que hay es una articulación entre las clases dominantes a nivel global, lo que hoy podríamos denominar como una “burguesía imperial” -es decir, una oligarquía financiera, petrolera e industrial que se articula y coordina trascendiendo las fronteras nacionales- que dicta sus condiciones a las clases dominantes locales en la periferia del sistema, socias menores de su festín, que viabilizan el accionar del imperialismo a cambio de obtener ventajas y provechos para sus negocios. Pero más allá de la coincidencia de intereses entre los capitalistas locales y la “burguesía imperial” lo decisivo es que los primeros controlan al estado y es a través de ese control que garantizan las condiciones políticas que posibilitan el funcionamiento de los mecanismos de exacción y saqueo que caracteriza al imperialismo. Entre otros, el más importante, es garantizar el eficaz funcionamiento de los aparatos legales y represivos del estado para con los primeros someter a la fuerza de trabajo a las condiciones que requiere la super-explotación capitalista (precarización laboral, extensión de la jornada de trabajo, abolición de derechos sindicales, etc.) y con los segundos reprimir a los descontentos y los revoltosos y de este modo sostener el “orden social”.
Como es evidente a partir de estos razonamientos, la realidad del imperialismo contemporáneo nada tiene que ver con la imagen divulgada por los teóricos de la globalización o la vaporosa concepción que del sistema imperialista desarrollan los autores de Imperio a lo largo de más de cuatrocientas páginas. El imperio tiene un centro, Estados Unidos, lugar donde se concentran los tres principales recursos de poder del mundo contemporáneo: Washington tiene las armas y el arsenal atómico más importante del planeta; New York el dinero; y Los Angeles las imágenes y toda la fenomenal galaxia audiovisual, y los tres se mueven de consuno, obedeciendo a las líneas estratégicas generales dispuestas por su estado mayor. ¿O es que Washington no está siempre, invariablemente, detrás del mundo de los negocios, respaldando a cualquier precio a “sus” empresas, en cuyos directorios se produce una permanente circulación entre los funcionarios gubernamentales que reemplazan a gerentes mientras que éstos pasan a ocupar un elevado puesto en el gobierno de turno? ¿O alguien puede creer que Hollywood produce sus películas, series de televisión y toda clase de productos audiovisuales ignorando (para ni hablar de contradiciendo) las prioridades nacionales dictadas por la Casa Blanca y el Congreso?
Quisiéramos concluir estas breves notas planteando unas pocas proposiciones que sintetizan nuestra visión del imperialismo a comienzos del siglo veintiuno:
Pese a todos los discursos que pretenden negar su existencia, el imperialismo continúa siendo la fase superior del capitalismo. Una fase que por su insaciable necesidad de acrecentar el pillaje y saqueo de las riquezas de todo el mundo adquiere rasgos cada vez más predatorios, agresivos y violentos, colocando objetivamente a la humanidad a la puertas de su propia destrucción como especie. Criminalización de la protesta social; militarización de las relaciones internacionales y del espacio exterior; guerras, extorsiones y sabotajes por doquier; intensificación de la depredación medio-ambiental y el sometimiento de pueblos enteros de la periferia y en la propia “periferia interior” de las metrópolis son datos que caracterizan tenebrosamente la fase actual del imperialismo.
Es posible por eso mismo afirmar que los cinco rasgos fundamentales identificados por Lenin en su clásico trabajo conservan su validez, si bien no necesariamente se manifiestan del mismo modo en que lo hacían un siglo atrás. Es decir: (a) la concentración de la producción y el capital, y los oligopolios que ellas precipitan, continuó a ritmo acelerado, llegando a escalas insospechadas para aquel autor; (b) perdura también la fusión del capital bancario con el industrial, generando un capital financiero cuyo volumen crece día a día hasta adquirir las proporciones descomunales que exhibe en nuestros días; (c) se confirma también el predominio de la exportación de capitales sobre la exportación de mercancías, siendo la circulación de capitales de un orden de magnitud incomparablemente mayor que el comercio de mercancías; (d) la puja por el reparto de los mercados a escala planetaria entre los grandes oligopolios, respaldados por sus estados, prosigue su devastadora marcha; (e) por último, continúa también el reparto territorial del mundo entre las grandes potencias. Estados Unidos quiso apoderarse de América Latina y el Caribe mediante el ALCA. Como su empeño no tuvo éxito ahora trata de hacerlo por la vía militar, apoyándose en las bases militares en territorio colombiano, la Cuarta Flota y la política guerrerista impulsada por la Administración Bush.
Al ser la fase superior del capitalismo las instituciones, reglas del juego e ideologías que el capitalismo global impuso en las últimas décadas permanecen en la escena y, lejos de desaparecer, acentúan su gravitación. El Banco Mundial, el FMI, la OMC, la OECD, el BID, la OEA, la OTAN y otras instituciones por el estilo siguen firmes en sus puestos, redefiniendo sus funciones y sus tácticas de intervención en la vida económica, social y política de los pueblos, pero siempre invariablemente al servicio del capital. Esto fue ratificado por el G-20 en su reunión de Londres, cuando le encargó, sobre todo al FMI, el papel de “guía” intelectual e ideológico para sacar al mundo de la profunda crisis en que se encuentra. El liberalismo global, en su versión actual “neoliberal” codificada en el Consenso de Washington sigue siendo la ideología del sistema. La “democracia liberal” y el “libre mercado” continúan siendo los fundamentos ideológicos últimos al actual orden mundial. Nada de esto ha cambiado.
Contrariamente a lo que ocurría en su fase clásica, el imperialismo actual es unipolar o unicéntrico. Europa es un socio menor del sistema imperialista, sin capacidad política, económica o militar para impedir siquiera los abusos y los atropellos que Estados Unidos hizo, y continúa haciendo, en su propio territorio. Basta recordar lo ocurrido en los Balcanes con la ex –Yugoslavia o la aberrante “independencia” de Kosovo días pasados para comprobar que Europa es apenas un nombre que designa a una zona geográfica de gran importancia económica pero sin unidad política alguna. Es más, las políticas del imperialismo han sido muy efectivas en acelerar el desmembramiento de Europa en más de medio centenar de “naciones” independientes y autónomas, la mayoría de ellas impotentes e insignificantes, y algunas de las cuales, como Polonia y República Checa, fueron convertidas en simples correas de transmisión de los intereses norteamericanos en la región. Y Japón, apretado entre Rusia y China, y amenazado económicamente por ambos y además por Corea del Sur y Taiwán, ha optado por refugiarse en el paraguas militar y político norteamericano y de ninguna manera puede cumplir el papel de un socio principal en el sistema imperialista. Las reciente reformas de diversos artículos de la constitución japonesa (en 2005) que prohibían las operaciones militares de sus fuerzas armadas fuera de su propio territorio, exigida por los Estados Unidos a cambio de su protección, demuestra fehacientemente los escasísimos márgenes de autonomía con que cuenta ese país dispuesto, aparentemente, a cumplir un papel bélico regional para mantener el “orden mundial” en el Sudeste asiático.
Tal como se señalaba más arriba, la concentración monopólica, uno de los rasgos centrales del imperialismo clásico, no sólo se ha mantenido sino que se ha profundizado en la fase actual. Según lo plantea Samir Amin, son cinco los monopolios (en verdad, oligopolios) que caracterizan al funcionamiento del capitalismo contemporáneo: el tecnológico; el control de los mercados financieros mundiales; el acceso oligopólico a los recursos naturales del planeta; el de los medios de comunicación y, por último, el de las armas de destrucción masiva. ¿Es concebible plantear el fin de las relaciones imperialistas ante la renovada vigencia y protagonismo de los oligopolios en estas cinco áreas estratégicas de la economía mundial?
En la etapa actual el eje fundamental del proceso de acumulación a escala mundial se encuentra en la financiarización de la economía. Por algo se trata del sector en donde la desregulación y la liberalización han avanzado con más fuerza y penetrado más profundamente en la economía mundial. La gran crisis que estallara en 2008 es el resultado directo de la escandalosa desregulación del sistema financiero, propuesto e impulsado sobre todo por los Estados Unidos. Hay que recordar también que en los capitalismos desarrollados el liberalismo financiero se combina con el proteccionismo y la estricta regulación de los demás mercados mediante subsidios, aranceles, trabas al comercio, políticas de promoción de diverso tipo y, por supuesto, un muy estricto control de la movilidad de la fuerza de trabajo mundial, para lo cual la supervivencia de los estados nacionales de la periferia es un elemento de decisiva importancia.
La financiarización acentúa los rasgos más predatorios del capitalismo, al imponer un “norma” de rentabilidad que obliga a todos los demás sectores a incurrir en la super-explotación de la fuerza de trabajo y los recursos naturales. Un solo dato basta para confirmarlo: en el sistema financiero internacional aproximadamente el 95 % de todas las operaciones se realizan en un plazo igual o inferior a siete días, en donde además hay posibilidades de obtener tasas de ganancia muy significativas en un muy corto plazo. Esto hace que los sectores no-financieros del capital tengan que extremar sus estrategias para succionar excedentes en la mayor cantidad y en el menor tiempo posibles para compensar lo que de otro modo podrían obtener en el sistema financiero. Este, por ser mucho más volátil, implica mayores riesgos, pero ejerce una influencia muy grande sobre las estrategias de inversión en todos los demás sectores de la economía.
La expansión del imperialismo se acrecienta día a día, con total independencia del ciclo económico. Lo hace por igual en épocas de expansión como en fases recesivas. La creciente mercantilización de los más diversos aspectos de la vida social le permite expandir su dominio de una manera impensada hasta hace pocas décadas atrás.

La supremacía militar de los Estados Unidos es incontestable pero no por ello deja de tener límites. Las experiencias recientes demuestran que puede arrasar países enteros, como lo ha hecho en Afganistán e Irak, pero no puede llegar a normalizar su funcionamiento para normalizar el saqueo de sus riquezas y garantizar la previsible succión de sus recursos. Ganar una guerra es algo más que destruir la base territorial del adversario. Significa recuperar ese territorio para provecho propio, cosa que no puede hacerse tan sólo con base en la superioridad aérea o misilística en el terreno militar. Noam Chomsky ha planteado que hasta ahora los Estados Unidos han demostrado una fenomenal incapacidad para eso, algo que, por ejemplo, un déspota infame como Hitler supo hacer en las condiciones mucho más complicadas de la Europa ocupada de comienzos de la década de los cuarentas. De ahí que la idea de un imperio invencible sea falsa en grado extremo: es cierto que puede arrasar con un territorio, pero no puede vencer militarmente sino hasta un cierto punto muy elemental. Fue derrotado en Vietnam, en Cuba (Playa Girón), y está siendo derrotado por las milicias de Afganistán e Irak. De todas maneras no se puede subestimar la importancia militar de los Estados Unidos: según el experto norteamericano Chalmers Johnson es el único país que mantiene casi ochocientas bases y/o misiones militares en unos 130 países del globo, un verdadero ejército imperial sin parangón en la historia y una amenaza sin precedentes a la paz y la seguridad mundiales.

En el terreno económico la situación del imperialismo es aún más complicada. No pudo imponer el Acuerdo Multilateral de Inversiones, lo que habría significado institucionalizar la dictadura del capital a escala mundial. En América Latina y el Caribe su proyecto insignia, el ALCA, fue derrotado bochornosamente en el 2005. Las rondas de la OMC van de fracaso en fracaso, y la aparición de China como un gran actor de la economía mundial, unida a los avances de la India, plantean serios desafíos a la permanencia del sistema imperialista tal cual lo conocemos. Los teóricos neoconservadores del “Nuevo Siglo Americano”, que soñaban para los Estados Unidos con una hegemonía mundial de largísimo plazo, manifiestan ya su desilusión ante lo que perciben como claros signos de una decadencia. Lo ocurrido con el dólar, cuya depreciación está llegando a niveles impensados hasta hace apenas pocos años, es apenas uno de los componentes de esa decadencia.

En el sistema político internacional el imperialismo se encuentra aún más debilitado. Sus gobiernos amigos están cada vez más desprestigiados, cuando no irreparablemente deslegitimados: caso de las dinastías teocrático-feudales del Golfo Pérsico, Uribe en Colombia, Calderón en México; o debe acudir a personajes como Berlusconi en Italia, García en Perú, Aznar en España, Musharraf y sus secuaces en Paquistán o Karzai en Afganistán para sostener sus “esferas de influencia.” El surgimiento de vigorosos movimientos de la alterglobalización, si bien todavía no articulados a escala mundial, es otro ejemplo de una oposición que cada vez toma más cuerpo y que erige nuevos límites a la dominación imperialista. Todo lo cual conduce hacia un espiral en donde el imperio acude cada vez más a la represión, que a su vez potencia la resistencia de los pueblos, lo que a su turno requiere incrementar la dosis represiva en una espiral que no tiene otro destino que el derrumbe final del sistema.

Terminamos esta nota reafirmando que el sostenimiento del gigantesco, planetario, “desorden mundial” que provoca el capitalismo en su actual fase imperialista exige la muerte prematura por enfermedades perfectamente curables y prevenibles, o simplemente a causa del hambre, de 100.000 personas por día, en su mayoría niños. Sostener este sistema, en donde unos pocos miles de multimillonarios disponen de un ingreso equivalente al del 50 % de la población mundial; en donde mientras la quinta parte de la población mundial derrocha energía de origen fósil y no renovable el 20 % restante prácticamente no tiene posibilidad alguna de consumir algún tipo de energía, y sobrevive al borde de la extinción; en donde los avances científicos y tecnológicos se concentran cada día más en un puñado de naciones; todo esta auténtica barbarie, con sus ganadores y perdedores claramente identificados, todo esto sólo es posible porque el imperialismo sigue teniendo su capacidad de aplastar a sus adversarios y co-optar, engañar, chantajear a los dóciles o acomodaticios. No se trata de un benévolo imperio virtual, como alucinan Hardt y Negri, sino de un sistema de una infinita crueldad en donde el sacrificio de miles de millones de personas se realiza, día a día, en la más absoluta impunidad y a plena conciencia de sus perpetradores.
He demostrado lo absurdo y reaccionario de toda la argumentación de esos autores en mi Imperio & Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri (Buenos Aires: CLACSO, 2002). Hay una edición cubana de Casa de las Américas. El libro de Hardt y Negri, Imperio, fue publicado, en su versión en lengua castellana por la editorial Paidós de Buenos Aires, en 2002. La versión original es del año 2000, y fue publicada por la Harvard University Press en los Estados Unidos.

25/12/2009. Tomado de www.atilioboron.com

Bolívar y la Guerra Social

por Juan Bosch

La guerra venezolana de la independencia comenzó verdaderamente en 1817. Los mantuanos creyeron que la habían hecho en 1811, Bolívar pretendió que la había realizado en 1813 y 1814. Pero ni la de 1811 ni la de 1813-14 fueron guerras de independencia. La de 1811 fue sólo el prólogo de la guerra social, y ésta se prolongó hasta el final de 1814, y después fue diluyéndose en 1815 y 1816 en guerritas locales, en parte sociales, en parte de independencia. Pero al comenzar el año de 1817 ya no había guerra social en Venezuela y las fuerzas nacionales estaban, arma en ristre, listas para comenzar la de independencia.

La muerte de Boves había dejado a las hordas llaneras sin jefe; entonces estas hordas agrupáronse alrededor de pequeños jefes que aparecían en lugares distantes, algunos mestizos como José Antonio Páez o Manuel Cedeño, otros blancos como los hermanos Monagas. Los hombres de Boves, que se habían acostumbrado a vivir en la guerra —y de ella— no podían volver a sus hábitos anteriores y menos aún a la sumisión en que habían nacido; y buscaron jefes que no eran realistas porque ya los realistas no tenían jefes como Boves. Así fue como la parte más agresiva de la masa fue conducida, por la guerra social, del realismo al republicanismo, de la colonia a la independencia, en un proceso similar al que se había dado en Haití veintitantos años antes. Tal vez la personificación más nítida de ese proceso fue Negro Primero, que murió en la última batalla de Carabobo con el grado de ayudante de Páez, el Aquiles de Venezuela: la primera vez que participó en una acción de armas, Negro Primero, fue con un amigo, a pelear para conseguir despojos de los vencidos, ropa y aperos para su caballo.

De ese proceso se había dado cuenta Bolívar ya en 1815, es decir, antes de que se manifestara abiertamente. En el capítulo XI copiamos los párrafos de su carta de Kingston donde describía el pase de los llaneros a las filas independientes. "Los actuales defensores de la independencia son los mismos partidarios de Boves, unidos ya con los blancos criollos", decía. Y apenas hacía ocho meses que Boves había muerto.

En esos días de 1815, para la generalidad de los venezolanos la guerra social sólo había dejado tras sí la muerte, la destrucción, el terror, y a Venezuela bajo el dominio español, al parecer de modo absoluto. Esa creencia era fruto de una perspectiva demasiado corta, pues la guerra social había sacudido de tal manera, y con tanta violencia, las entrañas de la sociedad venezolana, que por el momento nada podía ser estable en el país, ni siquiera el poder español.

Pero pronto iban a verse los resultados profundos de la guerra social. Hombres nuevos habían sucedido a Boves. Boves —ya lo hemos dicho— no tuvo sustitutos españoles, pero los tuvo venezolanos. Páez, Cedeño, Anzoátegui, los Monagas, eran tan excelentes guerreros como el terrible asturiano, e igual que él, supieron ganarse la confianza de los llaneros.

Al comenzar el año de 1817, todos esos jefes juntos formaban un Boves, pero no eran Boves porque tenían limitaciones. Tras Boves se hallaba el poder español, con el prestigio secular de la monarquía; tras sus herederos venezolanos no había nadie, no había tradición de poder nacional. Esos nuevos jefes venezolanos eran algo parecido a señores feudales de las armas republicanas, y les hacía falta un rey que los unificara. Bolívar era ese rey, el que los respaldaría, el que les reconocería rangos y autoridad.

En el terreno político Bolívar era el llamado a ser jefe natural de una especie de ejército disperso que se movía en varias regiones del país, pero un ejército que no se asfixiaba en un vacío como aquel que él había comandado en 1813. En 1813 no existía la sociedad que podía y debía darle base y sustancia civil y política a aquel ejército, y en 1817, destruida del todo la sociedad mantuana a los golpes de la guerra social, la población venezolana, igualada por la fuerza, estaba lista para integrarse en una nueva sociedad de la que el nuevo ejército sería un instrumento natural.

Bolívar, sin embargo, no estaba seguro de que la guerra social hubiera terminado, y quería tomar Caracas sin perder tiempo. Desde Caracas, él se impondría al teniento o a los tenientes que manifestaran resabios de guerra social; así, se internó en dirección de la zona montañosa y rica de Ocumare del Tuy, buscando tomar Caracas por sorpresa. Pero fue derrotado el 9 de enero en Clarines y tuvo que retroceder a Barcelona, donde resistió un sitio por mar y tierra de casi tres meses.

A fines de marzo (1817), el joven caudillo se dirigió hacia el Sur, en busca de la Guayana, donde algunos de los jefes que le habían reconocido como comandante supremo estaban sitiando la ciudad de Angosturas —hoy Ciudad Bolívar—, en la orilla del Orinoco. Allí estaba Manuel Piar, el general que poco antes había tenido dos victorias importantes contra las fuerzas españolas; y Manuel Piar era un caudillo en potencia de la guerra social, el hombre que podía renovar en 1817 el tipo de guerra que había hecho Boves. Bolívar, que comprendió inmediatamente el peligro en que se hallaba la lucha por la independencia de volver a empantanarse en una guerra social, tomó la decisión de impedir la rebelión del general Piar a cualquier precio.

La generalidad de los historiadores cree que la actitud de Bolívar frente a Piar —y de Piar frente a Bolívar— fue una mera batalla de dos hombres por la preeminencia militar. Sin embargo Bolívar fue explícito en el punto y dijo con toda claridad que fusiló a Piar porque éste quiso resucitar la guerra social; y Bolívar fue hombre de honestidad intelectual poco común, que podía callar la verdad, o decirla a medias, si decirla por entero perjudicaba sus planes políticos, pero que era completamente incapaz de una mentira. Por honestidad intelectual y además porque era una naturaleza viril en la plena acepción del término, Bolívar no mentía.

El Libertador relevó a Piar y a Cedeño del mando en el sitio de Angostura y en su lugar designó a Bermúdez, y él mismo se puso al frente del ataque a Guayana la Vieja, un puerto del Orinoco que estaba al oriente de Angostura.

Aunque no hay documentos que lo indiquen, es casi seguro que Bolívar notó desde el primer momento de su llegada a La Guayana que Piar maquinaba algo peligroso. Por esos días se produjo un episodio que ha sido muy celebrado por los historiadores, el llamado Delirio de Casacoima; y consistió en que una noche de lluvia, sorprendido por el enemigo, Bolívar se lanzó a la laguna de Casacoima, que estaba infestada de cocodrilos y culebras venenosas, y cuando logró reunirse con sus hombres, ya tarde, mientras se calentaba ante una hoguera y esperaba que el calor del fuego secara sus ropas mojadas, comenzó a hablar de lo que haría el ejército libertador: cruzaría los Andes, libertaría Nueva Granada, pasaría después a Quito y al Perú y acabaría echando a los españoles de toda América. Uno de los que le oía, creyendo que Bolívar deliraba, comentó que el Libertador se había vuelto loco.

Pero sucedía que el 13 de enero de 1815, él había dicho en Bogotá que "el odio, la venganza y la guerra" debían alejarse de "nuestro seno" y debían ser llevados "a las fronteras a emplearlos" contra los españoles; y ahí, en Casacoima, él simplemente expresaba en una forma detallada y vivida aquella idea dicha en Bogotá dos años y medio antes; y si la idea apenas esbozada en Bogotá resultaba ampliada esa noche en Casacoima, era porque algún estímulo la había actualizado. ¿Cuál podía ser este estímulo? El temor a que Manuel Piar, un general brillante, joven, aguerrido y de naturaleza díscola, pudiera resucitar la guerra social.

No hay duda de que a partir de su choque con Piar —en que éste fue fulminado de manera terrible—, Bolívar comenzó a desenvolver toda una política llamada a secar la raíz de la guerra social; de manera que si no fuera suficiente lo que el mismo Bolívar dijo para llegar a la conclusión de que la lucha entre él y Piar no fue una simple disputa sangrienta por el poder, lo que Bolívar hizo después para extender lo que hoy llamamos justicia social en favor de la gente más humilde del ejército libertador —por lo general, negros y mestizos— es un argumento de peso en la dilucidación del problema.

La importancia que Bolívar concedió al caso de Piar indica que el Libertador no se había asustado con un fantasma; pues si el general Piar hubiera sido un simple soñador o un hombre solitario con la idea de hacer una "guerra de colores" —como le llamaba Bolívar a la guerra social—, sin masa que pudiera seguirle, es probable que Bolívar no le hubiera perseguido con la fiereza con que lo hizo. Pero en toda Venezuela había negros, pardos, mulatos, zambos y hasta indios que podían responder a la llamada de un Boves criollo. Desde que se fugó de Angostura el 25 de julio hasta que cayó fusilado el 16 de octubre (1817), Piar representó un serio peligro de reinicio de la guerra social, y durante todo ese tiempo Bolívar estuvo tomando medidas que lo evitaran; pero además, las siguió tomando después.

Al mismo tiempo que Piar, estaba rebelado contra Bolívar el general Marino, pero Bolívar apenas se preocupó por la actitud del que había sido su segundo en mando en el Año Terrible, porque Marino, un mantuano, no iba a hacer la guerra social. En cambio, preparó cuidadosamente la captura de Piar, su juicio y su muerte.

Piar era hijo de una mulata de Curazao y de un canario avecindado en Caracas. Podía pasar por blanco, pero él sabía que no lo era y tal vez eso le hizo crecer amargado contra la sociedad mantuana, tan puntillosa en materia de limpieza racial. Parece que Piar trató de esconder su origen, seguramente para no ser infamado por mestizo. Bolívar, que temió a la guerra social por su poder destructor pero que nunca fue racista, se indignaba ante esa cobardía moral. En el manifiesto que escribió el 5 de agosto para explicar la conducta del fugitivo, decía:

"Engreído el general Piar de pertenecer a una familia noble de Tenerife, negaba desde sus primeros años, ¡ ¡ ¡ qué horrible escándalo!!! (sic) negaba conocer el infeliz seno que había llevado este aborto en sus entrañas. Tan nefando en su desnaturalizada ingratitud ultrajaba a la misma madre de quien había recibido la vida por el solo motivo de no ser aquella respetable mujer del color claro que él había heredado de su padre. Quien no supo amar, respetar y servir a los autores de sus días no podía someterse al deber de ciudadano y menos aún al más riguroso de todos, el militar".

En otro párrafo decía que:

"el general Piar ha tenido como un timbre la genealogía de su padre y ha llegado su impudencia hasta el punto de pretender no sólo ser noble, sino aun descendiente de un príncipe de Portugal (entre sus papeles existe este documento)".

Desde luego, en la proclama del 5 de agosto hay muchos párrafos de propaganda política, destinados a presentar a Piar como el peor de los oficiales del ejército libertador; y había razones para inculparlo de numerosas rebeldías, pues Piar era díscolo sin el menor asomo de duda. Pero las partes importantes de la proclama, las que en verdad demuestran la causa real de la preocupación de Bolívar, son las que se refieren a la amenaza de guerra social encarnada en Manuel Piar.

Piar se había rebelado antes contra la autoridad de Bolívar y éste no había pretendido fusilarlo. En esos mismos días estaba rebelado Marino; antes se habían rebelado Bermúdez y Ribas y después se rebelarían Arismendi y Páez, y Bolívar no llegó con ninguno de ellos a los extremos a que llegó con Piar en 1817. ¿Por qué? Porque sólo Piar, entre todos ellos, amenazó con la guerra social; y después de haberla vivido en Venezuela y de haber visto sus resultados en Haití, Bolívar tuvo ante sí todo el tiempo, hasta su muerte, el fantasma de esa guerra como un engendro de los infiernos.

Decía él que:

"Calumniar al gobierno de pretender cambiar la forma republicana en la tiránica; proclamar los principios odiosos de la guerra de colores para destruir así la igualdad que desde el día glorioso de nuestra insurrección hasta este momento ha sido base fundamental; instigar a la guerra civil; convidar a la anarquía, aconsejar el asesinato, el robo y el desorden, es en sustancia lo que ha hecho Piar desde que obtuvo licencia de retirarse del ejército...".

Y más adelante:

"El general Piar con su insensata y abominable conspiración sólo ha pretendido una guerra de hermanos en que crueles asesinos degollasen al inocente niño, a la débil mujer, al trémulo anciano, por la inevitable causa de haber nacido de un color más o menos claro. Venezolanos, ¿No os horrorizáis del cuadro sanguinario que os ofrece el nefando proyecto de Piar? Calificar de un delito el accidente casual que no puede borrar ni evitar. El rostro según Piar es un delito y lleva consigo el decreto de vida o de muerte. Así ninguno sería inocente, pues que todos tienen un color que no se puede arrancar para substraerse de la mutua persecución. Si jamás la guerra fratricida como lo desea Piar llegase a tener lugar en Venezuela, esta infeliz región no sería más que un vasto sepulcro donde irían a enterrarse en todas partes la virtud, la inocencia y el valor...".

Bolívar parecía temer que esas enérgicas frases acerca de la guerra social no fueran suficientes para convencer a los posibles seguidores de Piar, y mezcladas con ellas escribió algunas más destinadas a demostrar que la guerra social era ya innecesaria porque la república no establecía diferencias de clases ni de color, pues Bolívar tuvo siempre la tendencia a considerar la guerra social como una guerra de razas. Así, decía el Libertador en la proclama del 5 de agosto:

"El general Piar no desea la preponderancia de un color que él aborrece y que siempre ha despreciado como es constante por su conducta y documentos ... la imparcialidad del gobierno de Venezuela ha sido siempre tal, desde que se estableció la República, que ningún ciudadano ha llegado a quejarse por injusticia hecha a él por el accidente de su cutis. Por el contrario. ¿Cuáles han sido los principios del Congreso? Cuáles las leyes que ha publicado?.. . Antes de la revolución los blancos tenían opción a todos los destinos de la monarquía, lograban la eminente dignidad de ministros del rey, y aun de grandes de España. . . Los pardos degradados hasta la condición más humillante estaban privados de todo. El estado santo del sacerdocio les era prohibido; se podría decir que los españoles les habían cerrado las puertas del cielo. . .".

En los dos meses y diez días transcurridos entre esa proclama y el fusilamiento de Piar —condenado por un tribunal militar, con todas las de la ley—, Bolívar ordenó la confiscación de los bienes enemigos y su repartición entre los soldados del ejército libertador; hizo publicar boletines de varias victorias para dar sensación de poder. Estaba, a su juicio, descabezando la guerra social y lo hacía cuidadosamente.

El 16 de octubre, Piar pagó con su vida tres años de guerra social en cuyos horrores no había tomado parte. El 17, Bolívar escribía una nueva proclama. "Ayer ha sido un día de dolor para mi corazón", decía. "El general Piar fue ejecutado por sus crímenes de lesa patria, conspiración y deserción". Y más adelante: "El general Piar, a la verdad, había hecho servicios importantes a la República.. .". Afirmaba que Piar iba a ser designado segundo jefe cuando desertó; y de pronto comienza a preguntarle a los soldados:

"¿Nuestras armas no han roto las cadenas de los esclavos? ¿La odiosa diferencia de clases y de colores no ha sido abolida para siempre? ¿Los bienes nacionales no han sido repartidos entre vosotros?"

Todo lo cual, en resumen, quería decir que ni Piar ni nadie tenía que hacer la guerra social porque ya era innecesaria, pues la república había aprendido la lección del Año Terrible y era y seguiría siendo una sociedad sin los irritantes privilegios mantuanos. Pero también quería decir que Bolívar temía a la guerra social; que la temía más que a todo el poder español.

Años después, el 25 de mayo de 1828, Perú de la Croix y el comandante Wilson le oyeron decir en Bucamaranga que:

". . .la muerte del general Piar fue entonces de necesidad política y salvadora del país, porque sin ella iba a empezar la guerra de los hombres de color contra los blancos, el exterminio de todos ellos y por consiguiente el triunfo de los españoles: que el general Marino merecía la muerte como Piar, por motivos de su disidencia, pero que su vida no presentaba la mismos peligros y por esto mismo la política pudo ceder a los sentimientos de humanidad y aun de amistad por un antiguo compañero".

A seguidas, el autor del "Diario de Bucamaranga" pone en boca del Libertador estas palabras:

". . .la ejecución del general Piar. . . aseguró mi autoridad, evitó la guerra civil y la esclavitud del país, me permitió proyectar y efectuar la expedición a la Nueva Granada y y crear después la República de Colombia: nunca ha habido una muerte más útil, más política y, por otra parte, más merecida".

Si uno pone atención en lo que decía Bolívar en esos días, a casi once años de distancia de la muerte de Piar, advierte que en 1328 el Libertador seguía preocupado por las amenazas de que la guerra social se renovara. El día 12 de mayo, esto es, dos semanas antes de su declaración sobre Piar, le había dicho a Perú de la Croix lo siguiente:

"El general Páez, mi amigo, es el hombre más ambicioso y más vano del mundo: no quiere obedecer, si no mandar: sufre de verme más arriba que él en la escala política de Colombia: no conoce su nulidad; el orgullo de su ignorancia lo ciega. Siempre será una máquina de sus consejeros y las voces de mando sólo pasarán por su boca, pues vendrán de otra voluntad que la suya: yo lo conceptúo como el hombre más peligroso para Colombia, porque tiene medios de ejecución, tiene resolución, prestigio entre los llaneros que son nuestros cosacos, y puede, el día que quisiere, apoderarse del apoyo de la plebe y de las castas negras y zambas. Éste es mi temor, que he confesado a muy pocos y que reconozco muy reservadamente".

A pesar de ese "muy reservadamente", dos años antes, el 23 de junio de 1826, escribiendo desde Magdalena al general Santander, Bolívar decía: ".. .con Páez no se debe usar de este lenguaje, porque el día que se le encienda la sangre, su sangre le sirve de mucho"; y subrayaba la primera "sangre" para que no hubiera duda de que se refería a que Páez tenía autoridad sobre la masa porque era mestizo.
Así, pues, cuando habló sobre Piar, el 25 de mayo de 1828, lo hizo porque en esos días tenía presente la lección del Año Terrible, que a su juicio podía repetirse de momento.